sábado, 21 de noviembre de 2009

XX Aniversario

Con motivo de la tergiversada caída del muro, escuché una simpática frase de la que me quiero hacer hoy eco: “Los aniversarios deben servirnos para saber dónde estábamos entonces, y dónde estamos ahora”.

Probablemente, cuando se haga esta comparativa, los resultados unas veces serán optimistas y, otras, para olvidarlos…

En esta semana, hemos celebrado el vigésimo aniversario de los crímenes de la UCA (Universidad Centroamericana del Salvador), en los que el jesuita Ignacio Ellacuría, junto a otros 5 jesuitas más, el ama de llaves y su hija perdían la vida a manos del ejército salvadoreño.

Hoy, desde esta clave, podemos celebrar este aniversario: ¿dónde estábamos? ¿dónde estamos?

Probablemente, la muerte de Ignacio, gran teólogo y filósofo de nuestro tiempo, junto con la de sus colegas, propició, de un modo u otro, los Acuerdos de Paz que pusieron fin a muchos años de guera, en los que el pueblo salvadoreño se desangraba.

A Ignacio podremos considerarlo víctima de guerra, mientras que esperamos que el Vaticano tenga tiempo de santificarlo. Y es que Ignacio, por lo que se ve, no tiene tanta maña para los milagros como Jose María Escrivá…

Ignacio, Amando, Segundo, Ignacio, Juan Ramón, Joaquín, Elba y Celina son víctimas de guerra; víctimas de una guerra fraticida en la que ellos sabían claramente cuál era su lugar y el de la Iglesia: los últimos, los excluidos. Ése es el lugar de la Iglesia, el lugar teológico como nos enseñó Ignacio; y ahí estaban ellos. Evidentemente, un lugar muy íncomodo para el poderoso ejército (quizá, erróneamente acostumbrado a contar con los sacerdotes de su lado), que no le resultaba agradable tener al Rector de la principal universidad del país posicionado del lado de aquellos que pedían justicia y derechos.

Y por este motivo, sus balas estaban reservadas en algún despacho, en alguna comandancia, con el nombre de cada uno de ellos. Y de los testigos que pudieran rondar. Pero una bala tuvieron que guardarse. Una bala tuvo que tragarse alguno de aquellos malditos generales. La bala de J. S. no llegó a su destino.

20 años después, los militares autores de los asesinatos continúan libres. Hoy, el izquierdista y exguerrillero Marucio Funes, actual presidente del país, tiene la pelota en su tejado para que se haga justicia.

20 años después, la justicia española, en la persona del juez Baltasar Garzón, está lista y preparada para ayudar al pueblo salvadoreño a rehabilitar la memoria de los jesuitas españoles que, como salvadoreños, murieron por defender sus ideales.

20 años después, la voz de Jon, además de enriquecer a muchos cristianos, también nos recuerda que hace 20 años callaron la voz de aquellos que clamaban por los mudos, por los que nadie oía: he tenido la suerte de vivir con hombres que en este mundo de mentira han dicho la verdad y que, en este mundo de crueldad, han amado a los pobres”.

20 años después, quizá, se haga justicia.



jueves, 12 de noviembre de 2009

Simplifica!!

Hoy pienso que seguramente serán muchos los estudios sociológicos que se han preocupado por clasificar, sectorizar, encasillar al ser humano en distintos grupos sociales, tribus urbanas o sucedáneos. Los criterios para realizarlo, probablemente, sean múltiples y variados, pero creo que la intrínseca complejidad del individuo y de sus relaciones interpersonales hace que dichas clasificaciones acaben siendo variables, mediocres o con errores; y es que, al fin y al cabo, cada uno es cada uno (K1=K1), y agrupar de esta forma no hace sino que tender a limitar las posibilidades de cada persona y a fin de cuentas, la de nuestra sociedad.

Por todo ello, creo que puede rozar lo absurdo hacer extensas clasificaciones sociales, y es que, simplemente, las personas nos podemos dividir en dos grupos: aquellos que intentan hacer la vida más fácil a los demás y aquellos que intentan hacer la vida más difícil a los demás.

Y por fácil no pienso en la “comodidad”, pero sí en la sencillez, la palabra amable, el diálogo. Tratar de hacer de este mundo, de nuestra sociedad, un lugar habitable.

Hay otros que viendo la vida desde su cátedra, detrás de sus papeles, buscan complicar la vida, hacerla difícil, establecer lo que ellos consideran aceptable desde la miopía que les provoca su estrecha jerarquía de valores.

Ante un mismo problema podemos tomar una de estas posturas: hazlo fácil o hazlo difícil. Probablemente, esta vida sea más sencilla de lo que muchos se proponen. Probablemente, si todos hiciéramos las cosas de un modo más sencillo, todos podríamos ser un poco más felices.



NOTA: Gracias a todos aquellos que afrontan su vida con sencillez, sin complejidades absurdas, dobles morales o complicaciones que no ayudan a nada…

lunes, 2 de noviembre de 2009

Año Cero (I)


Desde hacía algún tiempo, a Pedro le costaba conciliar el sueño. Aquella noche no era distinta. Por más vueltas que daba en su cama, no conseguía olvidar, si quiera comprender, lo que esa tarde había sucedido, y en general todo lo que en su vida estaba cambiando repentinamente.

Desde hacía poco tiempo, su vida era otra. Desde aquel día en el puerto, el hombre que se encontró había cambiado su vida y la de sus compañeros.

Aquel galileo de tez morena, pelo algo encrespado y barba descuidada, no muy alto, con las manos trabajadas más que la edad que aparentaba, como si de un carpintero se tratara, y con unos ojos negros, que más que por el color, llamaban la atención por su mirada. Era una mirada cariñosa, directa, que desprendía amor a todo el que se cruzara con ella. Una mirada que, unida a sus palabras, te envolvían como en una nube, como en un sueño, un proyecto que ilusionaba y que contado por él parecía tan fácil, pero que en verdad, era tan difícil…

Y en esa nube se encontraba Pedro aquella noche. En su cabeza se cruzaban varios sentimientos. A su lado se sentía feliz, junto a él era capaz de corroborar todas las afirmaciones que él les hacía, y sentía dentro de sí una fuerza, un amor que le lanzaba a la tarea, a la realización de ese sueño que le contaba con tanta pasión: querían ayudar, querían transformar aquella sociedad carcomida por el poder, por el odio y por la mala utilización del nombre de Dios. Querían anunciar verdaderamente a Dios. Quería ayudar a aquel nazareno a gritar a viva voz su mensaje: su anuncio de amor y de transformación para todos.

Pero a la misma vez, Pedro veía cómo todos sus esquemas se iban al traste. Todo lo que durante tantos años había realizado con tanto mimo, con tanto cuidado, ahora parecía carecer de sentido. Aquella barca, heredada de su padre, que tantos y tantos días le había servido para dar de comer a su familia, llevaba días amarrada y sólo era utilizada cuando él se lo pedía. Y es que casi todo el día lo pasaban juntos, hablando y pensando en el futuro. Pero algo debería hacer: o definitivamente lo dejaba todo y lo seguía o, finalmente, olvidaba todo como si de un sueño se tratara…

No necesitó mucho tiempo para pensarlo. Se le vino a la cabeza su mirada, como si se le apareciese y le decía: “¿Es que no me vas a acompañar en esta tarea Pedro? Yo no puedo hacerlo solo, necesito de ti, pero sobre todo ellos necesitan de ti. ¿Es que no piensas estar conmigo? Pedro, yo cuento contigo. Ahora y siempre. ”

Aquella noche, por fin, Pedro pudo dormir, con una elección clara que marcaba su vida.